TERCERA SEMANA DE PASCUA
“Yo soy el pan de vida… Quien come
mi carne y bebe mi sangre…” El discurso de Jesús que sigue al relato de la
multiplicación de los panes, en Juan 6, remite inevitablemente a la última cena
y a la eucaristía, aun cuando la exégesis señale diferentes momentos más o
menos marcados por esta referencia. Este tema del pan de vida, nos llevará
desde el viernes de la segunda semana al sábado de la tercera semana de Pascua,
por lo que nos conviene comprenderlo bien.
“Les dio un pan del
cielo” este versículo del salmo 89 está en el centro mismo del discurso. Nos
hallamos en el desierto, y la reflexión se remite espontáneamente al maná y al
Éxodo. Jesús ha multiplicado el pan para la muchedumbre, y algunos se equivocan
en torno al sentido de este signo: hay que elevar el tono del debate. Jesús no
es un hacedor de milagros; no da el pan a los hombres sin que éstos tengan que “colaborar en las obras
de Dios” La fe es el lugar del encuentro. Pero ¿quién es exactamente este
Jesús? ¿El profeta? ¿El Rey? Toda interpretación excesivamente fácil es
peligrosa; es preciso superar laboriosamente las etapas de la fe, Jesús, que se
revela en la noche contra viento y marera, llama al hombre a comprometerse en
su seguimiento. Por otra parte, el acontecimiento se sitúa poco antes de la
Pascua, con lo cual se nos remite a la gran Pascua, donde la realeza del Hijo
del Hombre será revelada a través del don que hará de sí mismo hasta la muerte.
¡La muerte y la vida!
“Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron”. ¿De qué serviría
multiplicar el pan si no fuera pan de vida eterna? ¿Cómo vamos a tener siempre
al alcance de la mano a un hombre que nos dé el alimento de la inmortalidad?
¡Pues lo tenemos! Pero el encontrarnos con él supone la fe y el sacramento.
Primero la fe. Jesús
es el pan de vida.”Quien permanece en mí, permanece en Dios”. Se trata de
permanecer en él, no de frecuentarlo cuando la necesidad se hace sentir.
El alimento de vida
eterna supone, pues, la fe. Pero la fe se expresa en el sacramento. ¡Hay que
“comer” –en el sentido más radical- “la carne del Hijo del Hombre” y beber su
sangre! “El, pan que yo daré, dice Jesús, es mi carne para la vida del mundo”;
las palabras de la última cena resuenan aquí como un eco. Pero ¿en qué consiste
ese sacramento inaugurado en la última comida de Cristo?
¡Qué lejos estamos de
la distribución gratuita de un alimento de inmortalidad! ¡No basta,
verdaderamente, comulgar para ser
salvado! Jesús ha entregado su carne y su sangre, se ha entregado todo él…
Comerlo, como lo hace la fe, es seguirle Hasta ahí: hacerse uno con su carne
entregada y su sangre derramada. Acceder a la resurrección es aceptar el mismo
camino que el de la Pascua. Si a los judíos les costó tanto creer que hay que
“comer la carne de ese hombre”, no es porque les repugnase un acto tan extraño.
Sino más bien, porque percibían implícitamente que esta invitación pone a
Cristo en el centro de todo: ¿con qué derecho pretende él ser el Camino y la
Vida, siendo así que al poco tiempo va a ser crucificado? Por lo demás, algunos
discípulos van a comenzar a murmurar contra él por el mismo motivo: “¡Duras
palabras son ésas! ¿Quién puede hacerle caso?”. Sí, la palabra sacramental es
dura, ¡tan dura como el camino de la cruz! Pero no hay otra que pueda salvar al
hombre y “resucitarlo”… ¿A quién iremos, Señor?.
Es la tradición
evangélica, el relato de la multiplicación de los panes se inserta en un
conjunto que culmina en el reconocimiento de Cristo por Pedro y por la Iglesia.
También aquí va el apóstol a proclamar su fe: “Nosotros creemos y sabemos que
tú eres el Santo de Dios”. Pero la fe nunca será reposo absoluto. ¡Tampoco lo
es en el sacramento! No se puede comer la carne del Hijo del Hombre sin
sentarse con él a la mesa de la Cena y de la Pasión. De lo contrario, la vida
no podrá surgir de la muerte, como tampoco fue posible la resurrección más que
a través de la prueba del Calvario. Por eso la misa es un “sacrificio”. El pan
partido para un mundo nuevo supera absolutamente todos los esfuerzos humanos
por compartir mejor el pan: es el sacramento de la muerte necesaria para que
florezca la vida. Y, en el Evangelio, el relato de la multiplicación de los
panes es algo completamente distinto de una llamada a la generosidad, que
siempre resulta decepcionante si no se inserta en la fe en Jesús. Pan de vida
para quienes le siguen hasta el final.
"Simón,
hijo de Juan, ¿me amas más que estos?". El le respondió: "Sí, Señor,
tú sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis
corderos".
10 de Abril
III DOMINGO DE PASCUA
1ª Lectura: Hechos 5,27-32.40-41
Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo.
Salmo 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has
librado.
2ª Lectura: Apocalipsis 5,11-14
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y
la riqueza.
PALABRA DEL DÍA
Juan 21,1-19
“En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al
lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: estaban juntos Simón Pedro,
Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros
dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: -Me voy a pescar. Ellos contestan:
-Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no
cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla;
pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: -Muchachos,
¿tenéis pecado? Ellos contestaron: -No. Él les dice: -Echad la red a la derecha
de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por
la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
-Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató
la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca,
porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con
los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y
pan. Jesús les dice: - Traed de los peces que acabáis de coger. Simón Pedro
subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes:
ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les
dice: -Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle
quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y
se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció
a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer
dice Jesús a Simón Pedro: -Simón, hijo de Juan ¿me amas más que estos? El le
contestó: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: -Apacienta mis
corderos. Por segunda vez le pregunta: -Simón, hijo de Juan, ¿me amas? El le
dice: -Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: -Simón, hijo de Juan,
¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo
quería y le contestó: -Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Jesús le
dice: -apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te
ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos,
otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte
con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: -Sígueme”.
Versión para América Latina, extraída de la Biblia
del Pueblo de Dios
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades.
Sucedió así:
estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de
Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: "Voy a pescar". Ellos le respondieron:
"Vamos también nosotros". Salieron y subieron a la barca. Pero esa
noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no
sabían que era él.
Jesús les dijo: "Muchachos, ¿tienen algo para comer?". Ellos
respondieron: "No".
El les dijo: "Tiren la red a la derecha de la barca y
encontrarán". Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían
arrastrarla.
El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: "¡Es el
Señor!". Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que
era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua.
Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los
peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre
las brasas y pan.
Jesús les dijo: "Traigan algunos de los pescados que acaban de
sacar".
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces
grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se
rompió.
Jesús les dijo: "Vengan a comer". Ninguno de los discípulos
se atrevía a preguntarle: "¿Quién eres", porque sabían que era el
Señor.
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el
pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus
discípulos.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan,
¿me amas más que estos?". El le respondió: "Sí, Señor, tú sabes que
te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis corderos".
Le volvió a decir por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me
amas?". El le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Jesús
le dijo: "Apacienta mis ovejas".
Le preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me
quieres?". Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo
quería, y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero".
Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas.
Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde
querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te
llevará a donde no quieras".
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios.
Y después de hablar así, le dijo: "Sígueme".
REFLEXIÓN
Tercer domingo de
Pascua, “tercera aparición de Jesús”. Esta vez en circunstancias distintas, en
plena naturaleza, junto al lago, y en medio de un trabajo fatigoso y
descorazonador. Pero había amistad, había añoranzas de otro amigo, había una
espera indefinida.
Ellos, los siete
discípulos, tenían confianza de volver a ver al maestro, porque él había
hablado de volver a Galilea. Pero Jesús es imprevisible. Lo mismo puede
aparecer en Judea que en Galilea, en Damasco que en roma, en el norte que en el
sur. Y lo mismo puede aparecer en la noche que en el día, cuando amanece o
cuando atardece; sea cuando sea, él es el Día. Y lo mismo puede aparecer cuando
se reza o cuando se come, cuando se descansa, cuando se sufre o cuando se goza,
en el curso o en la vocación, él es la Fiesta y el Descanso.
Pero sus apariciones,
que no tienen esquema ni programa, sí suelen tener un proceso similar.
Podríamos concretarlo en un vacío o sufrimiento, una búsqueda perseverante y
una respuesta al Señor.
Al decir vacío,
hablamos de experiencias de pobreza interior y sufrimiento. Conocemos la
angustia de Magdalena, el desencanto de los caminantes de Emaús, el miedo de
los discípulos, las dudas de Tomás, la frustración de los pescadores, las
lágrimas de Pedro, la rabia de Saulo. Pueden ser tantas cosas: una crisis
interior, etapas de incomprensión o de rechazo, abandono interior, fracasos, desengaños,
enfermedades, sufrimientos de cualquier tipo. Ejemplos actualizados son
innumerables. Siempre desde la insatisfacción.
La insatisfacción y
esterilidad de nuestras acciones y proyectos, puede ser signo ciertamente de un
camino hoy misterioso para nosotros, por el que el Señor nos hace pasar para
que participemos en su muerte. Pero eso no nos exime de preguntarnos si la
esterilidad pudiera ser debida a que no haya en nosotros la vida del
resucitado, a que no hayamos resucitado como Iglesia con el Señor. En efecto,
nada se puede esperar de una “Iglesia moribunda”, pues de la muerte sólo puede
salir muerte.
La Iglesia del éxito,
aquí en el mundo, es la Iglesia, que más allá del número, vive intensamente el
júbilo de la resurrección. Todos sabemos por experiencia que reunir
multitudes, es relativamente fácil… el
mejor signo de fecundidad de la Iglesia es su capacidad de alabanza y de
agradecimiento. Alabar y agradecer son los gestos más característicos del amor
perfecto. Nacen de la alegría profunda de haber sido salvados.
En el anuncio del
Kerigma, en agradecimiento mi alabanza, es lo que Dios quiere de los apóstoles
y de sus sucesores, como asimismo de toda la comunidad cristiana: que se
extienda por el mundo la acción del evangelio, considerado como buena noticia
de la salvación de toda la humanidad.
ENTRA EN TU INTERIOR
El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos junto al lago de
galilea está descrito con clara intención catequética. En el relato subyace el
simbolismo central de la pesca en medio del mar. Su mensaje no puede ser más
actual para los cristianos: sólo la presencia de Jesús resucitado puede dar
eficacia al trabajo evangelizador de sus discípulos.
El relato nos
describe, en primer lugar, el trabajo que los discípulos llevan a cabo en la
oscuridad de la noche. Todo comienza con una decisión de simón Pedro: “Me voy a
pescar”. Los demás discípulos se adhieren a él: “También nosotros nos vamos
contigo”. Están de nuevo juntos, pero falta Jesús. Salen a pescar, pero no se
embarcan escuchando su llamada, sino siguiendo la iniciativa de simón Pedro.
El narrador deja
claro que este trabajo se realiza de noche y resulta infructuoso: “aquella
noche no cogieron nada”. La “moche” significa en el lenguaje del evangelista la
ausencia de Jesús que es la Luz. Sin la presencia de Jesús resucitado, sin su
aliento y su palabra orientadora, no hay evangelización fecunda.
Con la llegada del
amanecer, se hace presente Jesús. Desde la orilla, se comunica con los suyos
por medio de su Palabra. Los discípulos no saben que es Jesús. Sólo lo
reconocen cuando, siguiendo dócilmente sus indicaciones, logren una captura
sorprendente. Aquello sólo se puede deber a Jesús, el Profeta que un día los
llamó a ser “pescadores de hombres”.
La situación de no
pocas parroquias y comunidades cristianas es crítica. Las fuerzas disminuyen.
Los cristianos más comprometidos se multiplican para abarcar toda clase de
tareas: siempre los mismos y los mismos para todo. ¿Hemos de seguir
intensificando nuestros esfuerzos y buscando el rendimiento a cualquier precio,
o hemos de detenernos a cuidar mejor la presencia viva del Resucitado en
nuestro trabajo?
Para difundir la
Buena Noticia de Jesús y colaborar eficazmente en su proyecto, lo más
importante no es ”hacer muchas cosas”, sino cuidar mejor la calidad humana y
evangélica de lo que hacemos. Lo decisivo no es el activismo sino el testimonio
de vida que podamos irradiar los cristianos.
No podemos quedarnos
en la “epidermis de la fe”. Son momentos de cuidar, antes que nada, lo
esencial. Llenamos nuestras comunidades de palabras, textos y escritos, pero lo
decisivo es que, entre nosotros, se escuche a Jesús. Hacemos muchas reuniones,
pero la más importante es la que nos congrega cada domingo para celebrar la
cena del Señor. Sólo en él se alimenta nuestra fuerza evangelizadora.
José Antonio Pagola
ORA EN TU INTERIOR
Señor, que así sea siempre la Iglesia:
• Hombres nuevos. Han
renacido en la experiencia pascual. Comienza en el bautismo. Se realiza por el
Espíritu. La santificación creciente, una vida como la de Cristo.
• Comunidad nueva. Hay
comunión profunda de vida, que incluye el amor, la ayuda mutua, el compartir
los bienes. La comunión.
• Cristo en el centro.
Es el núcleo de la comunidad, que vive de él y para él, de su palabra y de su
cuerpo, que se hace vida en cada uno. Es la fe.
• El testimonio. Su
trabajo es predicar a Jesucristo, con la palabra y la vida, evangelizar a los
pobres, servir a todos. Es diaconía y “martirio”.
• La autoridad. Es
responsabilidad y servicio. A Pedro se le encomienda el cuidado principal por
su primera fe y por su amor grande. No ha de ser un jefe “a nadie llaméis
jefes, porque uno solo es vuestro jefe. Cristo” (Mt 23,10)-, sino un pastor,
dedicado por tanto a defender a las ovejas, a cuidarlas, a guiarlas: es decir,
que sea capaz de darlo todo y darse todo por sus ovejas.
Expliquemos el Evangelio a los niños.
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